Las cárceles: el pilar invisibilizado de la seguridad pública

05 Abr 2024

Cada vez es más evidente la estrecha relación entre el control de los barrios y los centros penitenciarios. La reciente escalada de violencia y amenazas por parte de grupos narcotraficantes en la ciudad de Rosario, Argentina, y los disturbios mortales en las cárceles de Ecuador, son un llamado de atención que como país no podemos ignorar. Lamentablemente, no son hechos aislados, sino el resultado de una política criminal regional que supuso que, para combatir la delincuencia, bastaba la persecución y sanción penal, desatendiendo la calidad de los sistemas penitenciarios.

Chile no está exento a esa realidad. Nuestros recintos penitenciarios presentan, entre otros, síntomas de (i) falta de gobernanza —como se observa en el informe del juez Fernando Guzmán tras visitar Santiago 1 o en las operaciones de la “Mafia del Norte” al interior de la cárcel de Alto Hospicio, denunciadas por el fiscal regional de Tarapacá—, (ii) prácticas de corrupción —un reciente estudio de Justicia y Sociedad UC consigna que el 63% de los gendarmes percibe prácticas de corrupción entre los funcionarios—, (iii) sobrepoblación carcelaria —actualmente hay un uso del 129% sobre la capacidad para los regímenes cerrados— y (iv) un incremento en la población privada de libertad extranjera sin antecedentes conocidos —el Ministerio de Justicia proyecta que la población penal extranjera aumentará en cerca de mil personas más, totalizando 8.543 en diciembre 2024—. Todos elementos que propician el fortalecimiento de las organizaciones criminales en detrimento de la reinserción.

Si el gobierno no actúa con decisión y rehúye del modelo del “carcere duro” italiano, corremos el riesgo de que Chile se convierta en un entorno de alta criminalidad y la libertad de su población sea secuestrada por organizaciones que se aprovechan de la debilidad del Estado. Para evitarlo, es crucial robustecer la normativa específica para las secciones de alta y máxima seguridad en los recintos penitenciarios y construir una cárcel que permita una debida clasificación y segmentación de la población privada de libertad, con regímenes internos diferenciados para la delincuencia común, el narcotráfico, el crimen organizado y el terrorismo. Dicho recinto debiese contar con sistemas electrónicos de vigilancia que eviten puntos muertos y fortalezcan la seguridad perimetral, junto con mejorar el control de flujos de ingreso y egreso. Del mismo modo, debe poseer inhibidores de señal de celular y un personal mejor preparado y remunerado.

Estas son solo algunas medidas de la dimensión penitenciaria que ayudarían a prevenir que Chile siga recorriendo el camino de nuestros vecinos hacia una realidad cada vez más dominada por la criminalidad y la violencia. Si permitimos que las cárceles se conviertan en centros controlados por el crimen organizado a través de la extorsión y/o corrupción de los gendarmes y reos más vulnerables, ninguna medida de seguridad será realmente útil. Todavía estamos a tiempo para actuar y evitar que la reinserción social, el respeto a los derechos humanos y el rol disuasivo de la cárcel, sean finalmente sepultados.

Esta columna se escribió en colaboración con Christian Alveal y se publicó en La Tercera.

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