La política exterior constitucional
El abanico de opciones que enfrentan los constituyentes para diseñar instituciones políticas estables y viables es abrumador. En esta ruta, tan espinosa como esperanzadora, es apremiante reivindicar la cuestión internacional.
En una era global, frente a un conjunto cada vez mayor de normas internacionales, asuntos limítrofes pendientes y un comercio exterior que representa el 58% del PIB de Chile, la política exterior constitucional es capital. Y el Derecho Internacional (DI) es una disciplina fundamental para el fortalecimiento de la democracia, del estado de derecho, las libertades individuales y los vínculos de cooperación y confianza con la comunidad internacional.
La Carta Fundamental vigente tiene algunas deudas en esta materia, lo que nos otorga una oportunidad natural y amplia para innovar. Lamentablemente, hasta el momento, las propuestas que hemos visto en comisiones desprecian los conceptos esenciales del DI y la política exterior.
Primero, lo primero. La nueva Constitución que se someta a plebiscito tendrá que respetar todos los tratados internacionales ratificados y vigentes en Chile. No algunos, sino todos. A partir de ello, la Constitución debería estar discutiendo el estatus que tendrá el DI en el ordenamiento jurídico nacional: cómo lo vamos a incorporar y qué jerarquía tendrá. En vez, la Comisión de Medioambiente aprobó (en general) una norma que acarrearía la inconstitucionalidad de la mayoría de los tratados internacionales ratificados por Chile. La medida impulsada por la convencional Elsa Labraña para “asegurar la soberanía de los pueblos” -que propone, entre otros, que los tratados no relativos a derechos humanos no podrán bajo ninguna circunstancia limitar la soberanía del Estado- es tan burda que, si continúa, la Convención sobre el Derecho del Mar, el Acuerdo de París o el Tratado de No Proliferación Nuclear, serían todos inconstitucionales.
Por supuesto, es muy probable que esta norma nunca vea la luz -para calmar el ánimo de los inquietos-, pero desgraciadamente revela la falta de voluntad o conocimientos necesarios para llevar a cabo una discusión responsable sobre este tema.
No existe una sola forma de abordar este debate, pero sí existen límites y principios que deberían guiar el trabajo constituyente. Por ejemplo, reconocer que los tratados y la costumbre internacional son límites consentidos a la soberanía; y que, si bien algunos tratados podrán gozar de mayor jerarquía que otros, el incumplimiento de cualquiera generará la responsabilidad internacional del Estado. La nueva Constitución no nos servirá de excusa.
Un segundo punto esencial que debería estar discutiendo la Convención es la distribución de las competencias de política exterior entre los poderes del Estado, y ahora, también entre el Estado Central y las nuevas regiones autónomas. Existen buenas razones para mantener la conducción de las relaciones internacionales en el Presidente de la República, pero urge entregar mayores herramientas de fiscalización al Congreso: por ejemplo, requiriendo su aprobación para la denuncia de tratados internacionales o para el nombramiento de algunos embajadores.
El último llamado hoy es a evitar la fragmentación de la cuestión internacional, que requiere un tratamiento integral y articulado. Mientras una comisión quiere prohibir que Chile resuelva sus controversias con inversionistas extranjeros en un tribunal internacional (retirándonos del Ciadi), la comisión de al lado quiere permitir que el Sistema Interamericano de Derechos Humanos pueda revisar las sentencias dictadas por tribunales chilenos. Ambas propuestas tienen significativos problemas, pero lo grave es que ninguna comisión parece interesada en discutir un mecanismo general para determinar la forma en que Chile cumplirá con todas las sentencias dictadas por cortes y tribunales internacionales. Si seguimos este camino, no quedará otra que encomendarse al trabajo de la Comisión de Armonización.
*Publicada en La Tercera.