Un año más... con una política disfuncional
¿Qué une a la farra constitucional con un gobierno que navega sin rumbo? La respuesta: un disfuncional sistema político que incentiva la fragmentación, que bloquea el avance de reformas estructurales y que tiene a una ciudadanía cansada y hastiada. Un sistema que amplifica la voz de los extremos, cuyos discursos solo se retroalimentan. Nuestra democracia está en riesgo y si no reformamos nuestro sistema político, probablemente sucumbiremos ante lo que Moisés Naím denomina los “autócratas 3P”; caudillos dispuestos a desmantelar los contrapesos a su poder mediante el populismo, la posverdad y la polarización.
En 15 meses la ciudadanía rechazó un texto maximalista y refundacional de izquierda y otro que, si bien cumplía con un estándar democrático, se rindió ante la tentación de imponer un sello ideológico de solo un grupo. Ni constituyentes ni consejeros fueron capaces de entender que los chilenos aspiramos a una Constitución neutra, de mayorías, que logre cristalizar lo que nos une, no lo que nos diferencia. La tentación de hablarle a las propias barras bravas fue mayor y los costos quedaron a la vista.
Los paupérrimos resultados constitucionales se trasladan también a la gestión del gobierno del Presidente Boric. Segundo año para el olvido, sin ningún avance sustantivo en sus dos reformas emblemáticas pensiones y tributaria, y con crisis profundas en seguridad, salud, educación y probidad. Mal le irá al Ejecutivo si, tal como lo hicieron convencionales y consejeros, interpreta la obtención de una mayoría circunstancial (triunfo del “En contra”) como una reivindicación de su programa. Aún más cuando la Constitución que prevaleció es la que ellos mismos denunciaban como la “madre de todos nuestros males”.
Vamos al fondo del asunto. El sistema electoral que reemplazó al binominal rompió el sano equilibrio entre representatividad y gobernabilidad. De un promedio de siete partidos con representación parlamentaria entre 1990 y 2013, en 2021 pasamos a 21 (y 13 más se encuentran en formación). Contrario a lo que se esperaba, esta proliferación solo generó más desafección. Si en 1994 solo un 22% de la ciudadanía no se sentía identificada con un partido político, hoy esa proporción alcanza un 77%.
Cual dilema del prisionero, hoy los incentivos del juego político no están en la cooperación, sino que en la confrontación. Aylwin logró aprobar el 85% de los proyectos que envió al Congreso, mientras que el segundo gobierno de Piñera apenas un 45%. Esto es una bomba de tiempo, ya que la incapacidad de la política para traducir las urgencias sociales en reformas solo genera más frustración.
Post plebiscito, políticos de todos los colores señalan que ahora hay que abocarse en los problemas “sociales y económicos” y después hacerse cargo de la “política”. ¡Craso error! Este análisis simplón no toma en consideración que una política incapaz de generar acuerdos no podrá resolver nunca estos problemas. Esto, unido a la estrategia de negar la sal y el agua, nos tiene en un callejón sin salida.
De cara al futuro, el Congreso debería caminar y mascar chicle a la vez. Mientras busque espacios de colaboración con el gobierno para destrabar las reformas sociales, debe avanzar con rapidez en cambios al sistema electoral. Un primer paso, podría ser establecer el umbral de 5% para que un partido pueda tener representación en el Congreso, medida que tuvo un consenso transversal en el Consejo Constitucional.
El 2023 fue el fiel reflejo de que Chile se volvió ingobernable gracias a un sistema político disfuncional. Si no lo arreglamos, no esperemos resultados distintos.
Esta columna se publicó en La Tercera.