Una cuenta pública en clave de continuidad

¿Fue un discurso complaciente? Más bien fue un discurso conformista, estructurado sobre la idea de que las cosas ya estarían encaminadas. La frase “sabemos que no ha sido suficiente”, repetida con ligereza, intentó marcar un tono autocrítico, pero terminó funcionando como una fórmula defensiva, útil para justificar lo que no se logró.
El mensaje se articuló en dos líneas. La primera valoró los logros del gobierno, pero relativizó cifras y abordó con voluntarismo deudas estructurales profundas. En educación, por ejemplo, el Presidente mencionó el fortalecimiento del sistema de educación pública y valoró el avance del SLEP. Pero la realidad dice otra cosa: hay denuncias de mala gestión, profesores movilizados y comunidades enteras exigiendo soluciones básicas. En salud, se habló de reducción en las listas de espera, pero sin adentrase en los detalles. Tampoco se abordó el impacto del uso abusivo de licencias médicas, que representa un gasto millonario para el sistema y que bien podría destinarse a resolver el asunto.
La segunda línea del discurso proyectó el futuro, y con ello, el rol que el Presidente quiere asumir en el ciclo político que viene. En ese marco aparecieron temas identitarios —como el aborto, Punta Peuco o las sanciones a Israel— que, más que instalar nuevas prioridades, reafirmaron convicciones propias y mantuvieron el vínculo con los sectores más fieles del oficialismo. No es extraño: son asuntos donde el mandatario ha tomado posición con fuerza antes, y lo volvió a hacer, esta vez con especial énfasis en su expresión corporal y tono al abordarlos.
Sin mencionarlo de forma explícita, el discurso fue un esfuerzo por proyectar continuidad. Fue menos ideológico, más institucional, con énfasis en los acuerdos y la gobernabilidad. El intento, al parecer, fue instalar una imagen de aprendizaje: un gobierno que transitó desde el entusiasmo transformador hacia una gestión más pragmática, más dialogante, y por tanto, más preparada para seguir gobernando o dejarle el testimonio a alguien afín.
Lo más interesante será observar qué ocurrirá con esa narrativa si el oficialismo pasa a ser oposición. ¿Se mantendrá el tono de madurez, diálogo y acuerdos? ¿O volverán los viejos reflejos del conflicto, la denuncia constante y la superioridad moral? Esa será la prueba real de si el giro hacia la responsabilidad institucional fue un aprendizaje sostenido o simplemente una necesidad del momento. Queda por ver, además, qué parte del sector político que hoy gobierna estará dispuesto a seguir ese camino cuando ya no esté en el poder.
Pero si el objetivo era transmitir certezas, hubo áreas clave donde eso no se logró. La economía y la probidad fueron los puntos más débiles. En un país con un crecimiento potencial estancado en torno al 2%, informalidad laboral en aumento, trabas persistentes en la permisología para inversión y un clima empresarial aún cauteloso, lo que se ofreció fue poco más que una defensa de lo ya hecho.
Tampoco hubo señales claras frente al deterioro institucional y los casos de corrupción que han afectado al propio oficialismo. Se reconocieron errores, pero sin asumir el impacto de estos en la confianza pública. No se habló de nuevos controles, ni tampoco del fortalecimiento efectivo de los sistemas de fiscalización.
¿Fue una cuenta desconectada de la ciudadanía? Diría, más bien, que fue parcial y selectiva. Un discurso que mostró solo una parte y dejó mucho fuera.
El texto habló. Falta ver si alguien lo escuchó.
Esta columna fue elaborada para el centro de estudios Horizontal.