Voluntarismo constitucional

Abunda en ciertos sectores una fe desmedida en el papel que estaría llamada a tener la futura Ley Fundamental en la construcción de la realidad material. No muy distinto de lo que ocurrió a principios del siglo XIX, cuando intelectuales y políticos hispanoamericanos vieron en los textos constitucionales un mecanismo concreto y palpable para diseñar el comportamiento humano. Como si fijar algo por escrito (un reglamento, una norma, una declaración de principios) fuera suficiente para mejorar las condiciones de los ciudadanos de carne y hueso.

Este voluntarismo constitucional –inspirado en parte en el universalismo de la Ilustración- explica por qué las primeras Constituciones decimonónicas abreviaban cuestiones que iban más allá de su habitual radio de acción: la Carta de 1823, por ejemplo, llegó al punto de asignar al Estado la responsabilidad de formar un “código moral” que detallara los deberes del “ciudadano en todas las épocas de su edad y en todos los estados de la vida social, formándole hábitos, ejercicios, deberes, instrucciones públicas, ritualidades y placeres”. Su autor, el peruano Juan Egaña, creía en la capacidad de las leyes para moldear el comportamiento de los ciudadanos, cuestión compartida por otros hombres de letras tanto o más afines a lo que hoy llamaríamos “ingeniería social”.

Porque algo ha quedado claro en estos meses de intenso debate: la legítima y necesaria discusión constituyente (esa que remite a la ilegitimidad de origen de la actual Constitución) se ha confundido innecesariamente con la discusión constitucional de contenidos, una tendencia esta última que suele exagerar el valor concreto y práctico de las leyes fundamentales cuando el objetivo es plasmar la realidad vía decreto. El caso más paradigmático y citado es el de los “derechos sociales” (desde la izquierda), pero de ninguna manera es el único ni menos el más extravagante.

Durante el fin de semana, y probablemente atizados por el tan mentado “mes de la patria”, aparecieron diversos reportajes periodísticos preguntándose si acaso la Constitución debería “definir la identidad” del país (eso que suele conocerse como “chilenidad”). Detrás de esa pregunta se esconde la siempre engañosa cuestión sobre qué es y cómo debería ser una cultura determinada, además de una posición en extremo condescendiente y nacionalista (sobre todo desde la derecha). En efecto, me cuesta creer que algo tan inescrutable como la identidad pueda ser definida constitucionalmente, más aún en un mundo tan heterogéneo como el que vivimos.

Las constituciones, no podemos cansarnos de repetirlo, son pactos intergeneracionales cuyo propósito es aunar criterios generales para asegurar la convivencia política. Es decir, son mucho y poco a la vez. No lo olvidemos cuando en la Convención haya que enfrentar el constructivismo de los que, ingenuamente, todavía creen en el poder transformador de la ley positiva.

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