Evolución constitucional

Las constituciones son esencialmente el conjunto de instituciones que posibilitan la convivencia democrática, habilitando a los poderes públicos, sus límites, y reconociendo nuestros derechos. Pueden ser pensadas como pactos intergeneracionales entre los vivos, los muertos y los que están por venir. Así, no son la imposición de la voluntad de los muertos, como tampoco pura contingencia o presentismo; cada generación recibe una herencia, que debe preservar y acrecentar, repudiar lo que ha sido alcanzado por el tiempo o la injusticia, para entregarla en mejores condiciones a la siguiente. Es la construcción de una catedral a lo largo de varios siglos, una novela en varios capítulos sucesivos, conectados.

La Convención Constitucional debiese recoger nuestros esenciales constitucionales tras 200 años de evolución republicana: la soberanía popular y el sistema representativo de gobierno, reconocer derechos fundamentales robustos (y su amparo), el estado de derecho, la separación de funciones, la independencia judicial. Pero también, recoger especialmente los desafíos del presente y del futuro que enfrentamos como comunidad política. Destaco tres.

Primero, contar con un pacto político legitimado ampliamente (legitimidad sociológica), el talón de Aquiles de la actual Ley Fundamental. Segundo, superar fallas estructurales de “tecnología” institucional: un régimen hiperpresidencial agotado; un modelo de Estado unitario que terminó su vida útil; una carta de derechos pensada en los 70′; instituciones fundamentales de nuestra democracia representativa seriamente debilitadas; entre otros.

Tercero, el más complejo quizás, el ideal de justicia y normativo que queremos abrazar como comunidad política, y sus condiciones de posibilidad. En este ámbito, parecen converger elementos muy precisos: una nueva interpretación, más exigente, de la igual dignidad de cada miembro de la comunidad; robustecer la carta de derechos civiles y políticos, pero también los sociales, esto es, derechos fundamentales que, garantizando mínimos sociales exigentes progresivos (bienes primarios), habiliten los más diversos proyectos de vida autónomos bajo condiciones de igual consideración y respeto, no importando el territorio donde se desplieguen; una especial preocupación por la equidad de género y nuestros pueblos indígenas; los imperativos de una sociedad plural, moderna, intercultural, abierta a la inmigración; un compromiso más fuerte con un modelo de desarrollo ambientalmente sustentable; y un Estado moderno, eficaz y ágil, al servicio de las personas, y que hace uso de la innovación, la ciencia y tecnología para elevar los estándares de excelencia de nuestros servicios públicos. En efecto, la nueva Constitución requiere un nuevo Estado que esté a la altura y posibilite estos compromisos políticos fundamentales; en la nueva Constitución debe comenzar la reconstrucción del Estado.

Con todo, nada de lo anterior será posible sin una rehabilitación profunda de la cultura y la práctica política, comenzando por la idea misma de representación y dotando de especial fuerza a la regla de mayoría, erosionada en la carta vigente. De ahí mi preferencia por una Constitución minimalista como ideal regulativo, que no es sinónimo de una breve o corta.

El constitucionalista Patricio Zapata, presidente del Consejo Ciudadano de Observadores del proceso constituyente de la Presidenta Bachelet, nos ha invitado a pensar el cambio constitucional como la construcción de “La casa de todos y todas”. Es una imagen poderosa, y que nos debiese convocar como comunidad política, especialmente cuando enfrentamos este desafío desde una hoja en blanco, aunque, sabemos, escrita con tinta de 200 años.

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